Historia

El León de Boris

El pequeño León nació en casa Juan, en una época en la que la palabra “sobreproteger” no se conocía. Por aquel entonces los hijos, en lugar de traer un buen fajo de facturas bajo el brazo como ocurre hoy, estaban destinados a traer ese pan que todos hemos escuchado nombrar en alguna ocasión. O, al menos, se veían obligados a ganárselo en cuanto sus padres consideraban que ya tenían edad para ello. A León le llegó su hora cuando no debía de tener más de once o doce años. La vida no se lo había puesto fácil, su padre murió cuando él tenía tres años, ni siquiera lo recordaba. Su madre y sus dos hermanas mayores se afanaban para sacar adelante la pequeña hacienda familiar. Él estaba destinado a convertirse en el hombre de la casa y cuanto antes mejor, por lo tanto, debería saltarse toda esa etapa de vivir una infancia feliz destinada a forjar un adulto equilibrado. Así que una buena mañana, sin apenas recibir explicaciones, el muchacho se vio atravesando las montañas por el puerto de Plan en compañía de su tío, en busca de nuevas experiencias y un desconocido amo a quien servir y obedecer. Este lo encontraron en la vertiente norte del Pirineo, en el pueblo de Bourisp, donde los grandes picos se dan una tregua dando lugar a una fértil llanura a orillas del rio Aure. El recibimiento, sin ser excesivamente cordial, sí resultó correcto, al estilo de las gentes de aquellos lugares. León observaba en silencio mientras su tío y aquel señor de frondoso mostacho se iban animando al calor de sendos vasos de vino y bromeaban e intercambiaban frases con algunas palabras extrañas e ininteligibles para él. La casa era la más grande que León había visto jamás, con un gran patio, huerto, cuadras, cobertizos y una enorme vivienda de dos plantas.

  • Aquí estarás bien -fue lo último que le dijo su tío, regalándole una tosca caricia en la cabeza, antes de intercambiar un apretón de manos con el Monsieur y emprender el camino de vuelta. 

Aquella tarde León se sintió muy solo. No entendía una palabra de lo que le decían los habitantes de la casa. Por lo visto nadie en aquel pueblo entendía su idioma. Le miraban raro y hablaban más raro todavía. Hasta la comida que le sirvieron en la cena, le pareció extraña. León se fue a dormir sin dejar de pensar en que los siguientes meses iban a ser un infierno, no sería capaz de soportarlo.

Al día siguiente de su partida, en casa Juan nada fue lo mismo. La marcha de León había dejado un vacío incómodo. Faltaban sus risas, sus pequeñas travesuras y hasta sus enfados se echaban de menos. Sus hermanas no dejaban de preguntarse como lo estaría pasando y su madre se llegó a plantear si habrían hecho bien en enviarlo tan lejos.

  • ¡Tonterías! -intentaba tranquilizarla su cuñado- Allí se curtirá y aprenderá el francés. Además, tendréis una boca menos que alimentar y algo os pagarán por su trabajo. En dos o tres años se habrá hecho un hombre capaz de llevar las riendas de la casa.

María seguía inquieta, el extraño presentimiento de que algo malo iba a ocurrir no dejaba de acecharla. Y sus augurios no tardarían mucho en cumplirse. Tras la cena, Marieta y Joaquina decidieron irse a dormir un poco abatidas ante la ausencia del pequeño que, sin duda, era la alegría del hogar. Tras escuchar un grito de pánico, María vio cómo sus dos hijas aparecían en la cocina demudadas, como si hubieran visto al mismísimo diablo. Ella, mujer serena y curada de espantos, se dirigió a la habitación para comprobar que era lo que había aterrorizado de aquella manera a las dos hermanas. Desde el umbral, y a la trémula luz del candil, sintió que le daba un vuelco el corazón al observar como un bulto enorme yacía bajo las mantas sin emitir sonido alguno. Pero sin duda, el leve movimiento demostraba que era un ser animado. Regresaron a la cocina y la mayor de las chicas salió corriendo en busca de su tío. Aquel también se paró en seco al ver con sus propios ojos como el ser se movía y parecía agazapado esperando el momento propicio para saltar sobre ellos. 

Los siguientes minutos fueron caóticos. En menos de media hora se habían congregado en casa Juan un numeroso grupo de personas entre autoridades, familiares y curiosos. No faltaban teorías de lo más extravagantes y quien comentaba entre dientes que estaban siendo castigados por haber enviado a León a un lugar tan lejano. Poco a poco, pareció imponerse el sentido común y el alcalde, los carabineros con sus armas dispuestas, y el cura, acompañado de un valiente monaguillo, dieron un paso al frente y se aventuraron a entrar en el cuarto y enfrentarse a la bestia. Mientras, el resto de curiosos se agolpaban por pasillo, escaleras y cocina. El párroco, parapetado tras un gran crucifijo, comenzó a invocar al ser sobrenatural. 

  • Si eres criatura de bien, muéstrate. Si eres criatura maligna retrocede y desaparece ante el poder divino…-repetía una y otra vez entre persignaciones y súplicas al altísimo.

 Pero nada, todo seguía igual, y los comentarios no presagiaban nada bueno. Por fin, un débil gemido surgió de entre las ropas. Todos retrocedieron y el bulto comenzó a moverse lentamente dando la sensación de que se incorporaba. Se hizo un silencio sepulcral, la tensión iba en aumento y, de repente, sabana y mantas se levantaron en un rápido movimiento. La sorpresa fue tan grande como tranquilizadora. Allí estaba León abriendo unos ojos como platos, asustado y avergonzado, preguntándose si él era el causante de todo aquel alboroto.

Y sí, el niño había decidido regresar de Francia en cuanto el amo de la casa lo había despertado con las primeras luces del alba para comenzar su jornada laboral. Huyó de Bourisp y volvió solo, intentado desandar el camino recorrido con su tío el día anterior. Había llegado a Plan al anochecer y ocultándose de todo el mundo había conseguido meterse en su casa sin ser visto. Allí, asustado ante la bronca que se preveía, decidió esconderse dentro de la cama y esperar. Aunque nunca imaginó que, involuntariamente, pudiera haber organizado tanto revuelo. 

Resuelto el misterio, las autoridades abandonaron la casa sintiéndose burladas por un simple muchacho y advirtiendo a madre y tío de que sería conveniente castigar al chaval, ahora que aún estaban a tiempo de corregirlo. Los vecinos se fueron despidiendo lentamente mientras comentaban entre ellos la sorprendente anécdota. María y sus dos hijas a duras penas podían ocultar una picara sonrisa ante la nueva ocurrencia del vivaracho León.

La historia no caería en el olvido y serviría para que, en adelante, durante sus noventa años de vida, al bueno de León de Juan se le conociera también por el sobrenombre de “León de Borís”.

Historia original de Toño Vila Bielsa.